domingo, 7 de marzo de 2010

MARTIN CALAVERA

Martín Calavera

(2006)

1a. Edición - Erre con Erre Editores

Octubre 2009

193 páginas

ISBN 978 - 607 - 00 - 2340 - 8


“¿Y mis padres?, pregunta Martín al cabo de un rato.
Esa no es pregunta que uno deba hacer a un ajeno, le responde Apolonio.”

Rechazado en sus afanes de conquista y una vez que vive en carne propia el abandono existencial que tanto condenaba en sus padres, Martín Calavera se aleja de todo lo que palpita a su alrededor y emprende el camino de regreso al caserío que lo vio nacer, tan sólo para encontrarse con el juicio de su propia historia y la de aquel “enclave desventurado y solitario.”
Sumergidos en el proceso expiatorio de Martín y en una imparable sucesión de estímulos e imágenes sensoriales, la pluma de Jorge Rodríguez nos conduce con su prosa vibrante a través de metáforas y alegorías que proponen un sinnúmero de interpretaciones que causarán impronta en muchos lectores.


Jorge Rodríguez, Monterrey, 1957.
Artista plástico multidisciplinario y prolífico autor de ficciones, es miembro de la Cátedra de Creación Literaria del Tecnológico de Monterrey
, ha participado en los programas de la Secretaría de Extensión y Cultura de la UANL (2006), y del CRIPIL Noreste (2005). Se han publicado a la fecha sus novelas El medallón de las rosas (Conarte), La nuez vana (Jus/UANL), No nos pongan flores amarillas (Erre con Erre), y La Dama de Bohemia (UANL/Erre con Erre)


Otras novelas del mismo autor:
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envios@jorgerodriguez.com.mx



UNO

No siempre fue así, pero ahora está absorto, inmóvil, perdido en los meandros de su intimidad y buscando respuestas en lo más recóndito de sus recuerdos. Remueve los rescoldos de su propia historia, de su origen en lo profundo de la Sierra Simona, donde antaño las lagartijas se peleaban la sombra de los nopales, el camino se evaporaba en el polvo recalentado de la ranchería y el sol azotaba inclemente, amilanando a los lugareños y reclamando su territorio. Allá el tiempo corría sin problema; acá, las horas le pasan de largo y deambulan a su alrededor sin hacerle caso: el tiempo lo ha ido abandonando hasta dejarlo hundido en un emplasto de vida latente y momentos perennes. Se siente perdido, atrapado, incapaz de darse un gusto, como alguna vez se sintió en aquel reducto de hastío, donde había una sola entrada y ninguna otra salida más que el desandar de los propios pasos. Su familia le dio lo que pudo, la vida le procuró la educación práctica y el gobierno la escolar. El sexto año, considerado como el grado tope en el rancho, era el momento en que los muchachos decidían sobre su futuro: pasar el resto de sus vidas arreando chivas en Las Pozas o aventurarse sin recursos hasta la ciudad más cercana, allá donde podrían respirar aires de civilización y humanidad decadente, resabios de costumbres urbanas, modas y vicios de criterio abierto que los ayudarían a olvidar y enterrar lo poco o nada que hubieran dejado atrás: recuerdos de amiguillos chorreados, tejabanes translúcidos y damiselas empiojadas.

Pero algo había en aquella atmósfera enrarecida que los hacía descartar la huída, era algo inexplicable y suficiente para fastidiar el ánimo de las nubes, aletargar las jornadas y secuestrar las voluntades: sol y piedras, cabras y zopilotes, mezquites y huizaches, nopales y yucas, corrales y pocilgas deshidratadas desarbolaban sus naves antes de poder siquiera capturar una brisa. Fuera lo que fuera, su abuelo nunca hizo por salir de allí, y su padre, menos. El anhelo de marcharse se lo contagió Atenor, el hermano mayor de su papá. Él fue quien lo envenenó con sus visiones de la vida en la ciudad y con un plan de escapatoria, como si se tratara de burlar a los celadores de un penal. Abotagado por el vicio del alcohol, el tío no tenía mejor quehacer que el de embriagarse a expensas de sus familiares. Harto de los reclamos de su hermano menor, puso en práctica su ardid al abrigo de una noche tormentosa para que la lluvia borrara las huellas de su partida, seguro de que iniciarían una búsqueda frenética cuando notaran su ausencia. Estaba equivocado. Nadie lo extrañó. Todos lo recordaban, pero nadie lo extrañó.

Pasaron los meses y en Las Pozas todo seguía igual, los perros dormitaban en los mismos rincones, las cabras recorrían las mismas veredas, la gente realizaba las mismas tareas y, motivado por la fuga de Atenor, él seguía pensando en alejarse de ahí. Con su primaria terminada y nada más que exprimir del bagazo seco que le representaban el caserío y sus habitantes, decidió que era el momento de poner un alto a esa triste costumbre familiar de heredar el futuro. Con el orgullo encendido y despreciando el vulgar acervo sentimental acumulado en sus pocos años de vida, consiguió sin méritos propios la voluntad para hacerlo, sólo con la obstinación de largarse y el desdén de todo lo que lo rodeaba. Eso fue suficiente: una convicción total y profunda de que aquello no era para él, de que aquello no era lo que quería ver y hacer el resto de los años que le quedaban por vivir.

Una mañana agarró sus cosas, las metió en una caja de jabón Gladiola, la llenó de amarrijos con un mecate de ixtle y escupió en el umbral del tejabán descuadrado que lo vio nacer, el refugio que lo sometió a la vida en familia los catorce años de su historia personal. Sin voltear a mirar a nadie, partió levantando efímeras polvaredas del camino requemado que llevaba de ese pozo de desdicha a uno menos profundo y con más salidas. Orgullo y desprecio; era todo lo que se necesitaba. Ningún plan, nulo conocimiento de causa o destino, sólo el rechazo de todo lo que lo protegió, de lo que le dio vida, de lo que le dio sustento; un egocentrismo feroz que lo hizo despreciar ese moridero de gente de vista hueca, de huesos suaves, de pies callosos y manos cansadas. ¡La cabeza no es pa’l piojo!, les gritaba a sus vecinos cuando lo reñían por repudiar su cuna. Se sentía de inteligencia superior porque creía conocer la fórmula del éxito, o lo que él se imaginaba que era eso; los desdeñaba por aceptar con resignación que sus vidas estaban terminadas y que todo lo que debían hacer era mantenerse vivos hasta el día de su muerte. Esa era su dignidad: mantenerse vivos. Lo lograban a regañadientes en una tierra poco pródiga, castigada por la sequía durante los meses de verano y flagelada por la humedad desde el otoño hasta la primavera. Su precaria subsistencia dependía del capricho de las pozas y de la captación del agua de lluvia en los aljibes comunitarios: ahí se estancaba y se cubría con un manto de hojas secas y de cáscaras de insectos, se bordeaba de lama y la racionaban en el verano para regar las miserables parcelas que les proveían de verdura y fruta magra.

No, mantenerse vivo hasta que llegara la muerte no era un quehacer digno. Cuando el momento de partir llegaba ya la muerte los había acompañado por años, y los había acostumbrado a la inmovilidad que iban a sufrir hasta que el día del juicio les devolviera el esqueleto y las carnes que arrastraron en su oportunidad de vida.

La cabeza no es pa´l piojo. La frase resonaba en su cerebro cuando tomaba decisiones sobre su futuro. No el inmediato, a ése no le temía: le preocupaba el otro, el que podría encontrarlo viejo y cansado, solo y en la pobreza. En su mente reinaba la idea de conseguir, a como diera lugar, los recursos suficientes para sentarse a disfrutar de los almuerzos de media mañana, de la fruta fresca bajo la sombra del árbol donde crecía y de los encendidos arreboles del crepúsculo. Con esos pensamientos atravesados, ganó el camino y dejó atrás la sierra; se alejó de los suyos en busca de una vida nueva, de su lugar en el mundo y de la ruta de su tío Atenor.

Preguntó por él en cada pueblo y en cada comunidad que fue cruzando y, al cabo de seis semanas, lo encontró por casualidad en una ciudad del norte, arrejuntado con una tal Mercedes, una rubicunda tamalera a quien le dio por mantenerlo. Atenor no había cambiado mucho; a no ser por la sede y la compañía, seguía siendo un ebrio sin aspiraciones: mientras no le faltara el vicio, las cosas estarían bien. Lo invitaron a quedarse y vivió con ellos un tiempo; cuando entendió que el tío la tenía resuelta, pensó en seguir su camino, pero la Mercedes se lo impidió con un sólido argumento: de no ser por Atenor, nunca te hubieras salido del rancho. Al final le reconoció el mérito y vio la conveniencia de quedarse. Buena casa, comida abundante y un empleo fijo para ir forjando un capital. Aunque al principio sólo lo tenían de mozo y haciendo el trabajo que le tocaba al tío, poco a poco se fue involucrando en el quehacer de los tamales. Tenía buen ojo para el comercio y, a los cinco meses de haber llegado, ya les había organizado un pequeño negocio con ayudantes y repartidores, hasta que llegó el momento en que sus tíos dependieron de él.

Se convirtió en un tipo alegre y pagado de sí mismo: tenía el carisma suficiente para convencer a cualquiera de lo que fuera. De haberlo querido, hubiera podido alejar a muchos de la ruta del vicio y del consumo de alcohol potable, pero eso no era lo suyo: no tenía afanes de redentor. Él mismo era testimonio de abulia, pues jamás tuvo la intención de abandonar la costumbre de acompañar los ratos de ocio con una botella de licor. Rara vez llegó a los extremos del tío Atenor, pero la ocasión de beber siempre se presentaba puntual al caer el sol. No; predicar con el ejemplo no era algo que él pudiera hacer en una cruzada contra el vicio. Respetaba la vida ajena y exigía respeto a su gusto por la bebida, por el baile y por las rondas nocturnas en busca de una conquista o de una larga amistad.

Lo de larga amistad no era más que un cuento. Amistades largas sólo entre el mismo sexo: cuando se trataba del opuesto, la amistad era utopía. Todas las hembras que corrían el riesgo de abordarlo conocían sus intenciones. Las historias que escuchaban de soslayo o a quemarropa, despertaban en ellas una curiosidad morbosa que las hacía perder el temor al asedio, y se dejaban llevar por el filo de la navaja a participar en un encuentro cara a cara con el Caballero de la Luna, como habían dado en llamarlo sus más cercanas seguidoras. Ellas aseguraban que, en noches de plenilunio, nunca se le veía por ninguna parte; sus ayunos mujeriegos ya eran leyenda urbana y se cruzaban chismes y explicaciones que intentaban dilucidar el misterio. Eran ya diez años desde la primera vez que se mencionó esa curiosidad en el bar del hotel; en ese entonces se tomó nada más como una rareza, y no hubo quien abundara en detalles sobre su relación con el ciclo lunar. Mes con mes se ausentaba por espacio de dos a tres jornadas sin que nadie supiera de él. Si alguien lo necesitaba en esos días para algún menester, le resultaba imposible encontrarlo en los lugares que solía visitar. Después de ese tiempo, sin mediar explicación y desviando el tema con habilidad, aparecía como se había esfumado: sin bombo ni platillo, con su presencia, su carisma y su gran sonrisa, dispuesto a retomar las riendas de su rutina tan manida de conquista y celebración.

La gente del lugar solía reunirse en la Quinta Magnolia para convivir en el salón de baile, en el bar o en el restaurante, de miércoles a sábado y siempre al arribo de la oscuridad. El resto de la semana nadie sabía de nadie: eran pocos los que convivían fuera de ese recinto. Ninguno tenía una amistad de años o esperaba prolongar sus relaciones más allá de las siempre gravosas mañanas dominicales. La vida laboral y familiar de cada quién, incluso su segundo apellido o su lugar procedencia, eran temas tabú en los bailaderos. Ahí se iba al meneo y a conseguir pareja, no a mascullar las penurias de la jornada ni a buscar consejo sobre algún problema personal. ¡Aquí se vive la diversión! Ese era el grito de batalla cuando se abría el bar alrededor de las diez de la noche, noche tras noche de los cuatro días que duraba su corta semana laboral, como decían algunos, o su largo fin de semana, como apuntaban los más. La Quinta Magnolia, ubicada en las afueras de la ciudad, era una esmeralda en medio de la llanura, y su semana de cuatro noches no obedecía a la falta de gente: respondía a su vocación. El alojamiento era un servicio agregado que la quinta no anunciaba; para tener ocupación completa, les bastaba con arrumbar a los ebrios abatidos por las mezclas del hombre tras la barra, quien solía cargar más los tragos mientras más larga se hacía la velada. Los parroquianos criticaban esa costumbre, pues el cobro de la habitación se sumaba al consumo cuando no podían abandonar por su propio pie el establecimiento. Por otro lado, cuando el mal lo atacaba a uno, aquello era preferible a pernoctar en despoblado expuesto a las inclemencias del tiempo, o a desfigurarse el rostro contra el parabrisas del vehículo, después de chocar contra un recio huizache en el camino sinuoso que llevaba a la ciudad.

Pernoctar en despoblado: eso era para los imprudentes; aunque no estaba lejano el día en que le daría lo mismo dormir en una banca del parque, en la entrada de su casa o en la caja polvorienta de alguna camioneta que ofreciera llevarlo a donde fuera. Mientras tanto, siempre tenía un cuarto reservado que acostumbraba ocupar, solo o acompañado, aunque no hubiera tomado en exceso. Las cuentas que pagaba en la quinta eran altas, pero podía sufragarlas sin pasar apuros. Sus años de esfuerzo arribista contados por lustros desde que salió de la pálida ranchería, le habían permitido adquirir los bienes de que podía presumir: casa propia, automóvil, la cabaña de descanso, los locales de renta y una abultada cuenta de banco. Poco afectaron a sus ahorros los flacos funerales de la tía Mercedes. Muy adecuados para ella, decía él: nunca tuvo quien la llorara y, en su condición de protagonista, no tenía ni voz ni voto en la capilla ardiente, ni opción a réplica por la calidad o duración de sus propias exequias. La gente lo criticó hasta el cansancio, pero él no se defendió: sólo guardó silencio. El velorio del tío Atenor, seis meses después que el de su tía, se gestionó de manera similar. El pobre viejo se mantuvo vivo los últimos años a base calmantes y tanques de oxígeno, y murió por la insuficiencia pulmonar que le patrocinó el tabaco, nada raro después de haberlo consumido con enjundia durante casi toda su vida. Lo único que le dejó por herencia fueron sus vicios y una libreta con fantasías de los viajes que le hubiera gustado realizar. Algún día voy a viajar en tu honor, le juró a su tío el día en que encontró la libreta; pasó la jornada revisándola con detenimiento, mientras atendía solícito el resto de su legado: las ganas desmedidas de beber. Y las atendió bien. El exceso, como siempre, le cobró cuota, pero ese agudo malestar no era algo que menguara su inteligencia; al menos, así lo consideraba él: ahora que estaba solo, tenía una visión preclara de lo que quería y de cómo lo podía conseguir con los recursos acumulados.

Estaba acostumbrado a hacerse de todo lo que quería, siempre atento a su capacidad, a sus habilidades y a las debilidades de su contraparte, siempre midiendo sus resultados y evaluando su desempeño. Cuando alcanzaba una meta, retroalimentaba experiencias y recursos para corregir el rumbo y, con nuevos pertrechos y conocimiento de causa, se lanzaba en pos del siguiente objetivo. Esa era su forma de resolver la vida, la que lo llevó de pueblo en pueblo, de empresa en empresa, de aventura en aventura, hasta que se presentó en su camino el obstáculo infranqueable que lo derrotó: un par de tobillos perfectos que sostenían una increíble femineidad que le aceleró el corazón y detuvo sus pensamientos. Tenía que ser suya; ese fue desde entonces su principal objetivo. Igual que siempre, recapituló experiencias y recursos, urdió un plan y se lanzó a la conquista. Fue un ataque desigual; la embestida fracasó, pues no era tarea en la que él pudiera tener el control. Intervenían en la ecuación variables que él no dominaba porque nunca las había manejado; quehaceres como el enamoramiento, la seducción, el romance y la entrega. ¿Dónde iba a encontrar un poco de todo aquello para cobrar con seguridad la presa tan escurridiza? No dentro de él, no en las entrañas que lo habían llevado a escupir con desprecio en el umbral de la casa paterna que, aunque pobre, casa era; no en el corazón de piedra que lo hizo negarle una mirada a su madre cuando ella le ofreció la suya anegada en llanto, incapaz de ofrecerle algo que lo moviera a permanecer con su familia que, aunque miserable, familia era.

No, la sequedad que con tanto esmero logró cultivar en su espíritu, le impedía cualquier asomo de lo que se necesitaba para conquistar un corazón, para atraer los sentimientos y conseguir los favores de la mujer que llenaba los sueños y las páginas de su cotidianeidad. Se enfrentó entonces a la empresa más importante de su vida, tarea nunca antes contemplada y para la que no estaba preparado. De nuevo recapituló; el balance era patético: nula experiencia y escasos recursos. Por primera vez desde que abandonó Las Pozas se sintió al borde de la derrota. Hurgaba en su memoria tratando de recuperar un mínimo asomo de sensibilidad humana. Siempre se sintió orgulloso de tener un sexto sentido para la oportunidad y el buen negocio; lo que no sabía, era que eso nada más le servía en lo material, ya que, en lo espiritual, el aliento de su vida diaria carecía de soporte, vitalidad o dones suficientes para la prueba que intentaba superar.

Se tomó un par de días para meditar sobre el camino recorrido y el que anhelaba recorrer, sobre los logros obtenidos, que en pesos y centavos eran muchos, y sobre la lejana cumbre a conquistar. La solución no era un procedimiento práctico. Se antojaba más bien un proceso de maduración, el entendimiento de una relación abstracta que poseía la fragilidad del más fino cristal, la gracia de una gacela y el alcance de un insondable sentimiento de entrega y pertenencia. Había perdido el tiempo avanzando por caminos de concreto y se había olvidado de cultivar las habilidades necesarias para sortear los que exigían destreza sensible, proyección extrasensorial y mensajes cifrados en el más claro y universal idioma de la humanidad.

Amor, amor... para él sólo era una palabra mezclada con toda suerte de vocablos y líneas melódicas, interpretadas a ritmo por una quinceañera gangosa acompañada con las tumbas y el acordeón de un ensamble desafinado. Nunca pensó en el verdadero sentido de la palabra, tan abstracta e incomprensible, tan llena de recovecos y tan trillada por inexpertos poetas y cantautores igual de legos que él en la materia. El verdadero sentido de la entrega era material para todo un proyecto de vida; tratar de descifrarlo con su miseria intelectual y su paupérrimo nivel espiritual, ocuparía más de una larga estancia en estos lares; tal vez cuatro o cinco serían necesarios para empezar a comprender los rudimentos de su complicado mecanismo.

No se dio por vencido.

Aun creyéndola labor de titanes, concluyó que todo lo que necesitaba era paciencia: la solución era tan fácil como recorrer el planeta a pie. Eso ya lo había hecho en su infancia cuando seguía a la luna, y ahora estaba seguro de que, aprender a amar, sólo era cosa de mantenerse vivo el tiempo suficiente para conseguirlo. ¿Mantenerse vivo?, la frase le recordó la fórmula de vida de su terruño y lo alarmó. Por primera vez, desde que abandonó casa y familia, sentía en carne propia la opción casi derrotista de mantenerse vivo hasta que las cosas pasaran. La idea se ancló en sus carnes, se adhirió con una fuerza insuperable a su materia gris y encajó su afilado aguijón en el centro mismo de su espíritu, ahí donde sentía la necesidad de tener a esa mujer, la que había calado hondo en su egoísmo tambaleante y amenazaba con cambiárselo por una placentera generosidad.

¿Era esa la solución? ¿La generosidad? ¿La entrega sin cortapisas ni retribuciones? Aquellas eran las palabras de su madre, de la mujer a quien no quiso dirigir una mirada de adiós, un guiño de esperanza, una caricia de despedida. ¿Qué clase de hombre soy?, ¿en que me he convertido?, se repetía convulso en medio de un tormento que iba creciendo en su interior para convertirse en atroz compañero de sus días de soledad. Se sintió desdeñado por la vida, le vio la espalda a la diosa fortuna que no entendía más que de bienes y provechos materiales. Clamaba en silencio por consuelo, por consejo, por ayuda. Tan hondo había entrado el clavo. Y no era cosa de tomarlo con la mano y estirar para sacarlo de sus carnes laceradas. No, él sabía que eso desgarraría y cortaría las fibras esenciales de su triste vigor, dejando una cicatriz imposible de ocultar, una marca imborrable en su humanidad acalambrada.

Mantenerse vivo hasta que algo sucediera, ¿era lo mejor que se le ocurría?, ¿esa era su opción para conseguir el interés de la mujer que lo intoxicaba con cada expansión de sus entrañas? De momento, sí. Cualquier acción razonada que emprendiera tendría los mismos resultados de su primer asalto al templo de Afrodita. La vida le daba una dolorosa lección. Aquello que nunca comprendió o no quiso comprender de sus padres y familiares era lo que ahora, invadido por la vergüenza y el arrepentimiento, le tocaba hacer. Desde el momento en que aceptó la derrota en la liza de la conquista, perdió la noción del tiempo y acabó sumergido en una depresión que no supo resolver. Se sentía flotando entre la gente, ajeno a lo que sucedía; conversaba por mero reflejo y no por un intento racional de comunicación. Se había extraviado en un ambiente propicio para la reflexión. Pensaba que su forma de ser, su egocentrismo, su pragmatismo y ese dejo de mezquindad, eran producto del desinterés que sus padres habían tenido hacia lo material. En realidad, la miseria que vivió los primeros años de su vida se debió a un hecho circunstancial, a una tradición ancestral de nacer, crecer, reproducirse y morir en el mismo enclave desventurado y solitario, al abrigo de chivas y becerros famélicos que les prodigaban un flaco sustento, suficiente para sobrellevar la vida que el destino les había reservado.

Estaba privado, inmerso en la melancolía, tratando de liberarse entre sollozos y abruptos accesos de llanto de la angustia y de la acidez que mellaban su corazón. El recuerdo de sus padres... algo inexistente hacía no más de dos semanas; el recuerdo de sus padres... ahora tan real y presente que podía sentir el viento abrasador de aquel caserío flagelado por el sol. Le llegaba desde aquella pálida tierra el sabor agridulce de las vainas de mezquite, de sus semillas y de su pulpa fibrosa. Ahora añoraba lo que entonces despreció; no porque le reconociera un valor intrínseco a sus vivencias tempranas, sino porque eran el legado de sus ancestros, la herencia que había forjado su carácter y amenazaba con aniquilarlo en un lento proceso de autodestrucción. Cuán injusto fue entonces. Cuánto dolor esparció con su partida, cuánto desprecio mostró por lo que en realidad tenía valor: las enseñanzas y la experiencia ajena, la sabiduría del viejo que ha hecho lo que ha podido en el lugar en que la vida lo ha ido arrumbando. Aquello de mantenerse vivo hasta que algo sucediera tomaba sentido. Era un abandonarse en las aguas de su propio río, un confiar en que lo sembrado daría frutos tarde o temprano, un retiro voluntario a la contemplación de la vida como un hecho insoslayable, un intento de aceptar, ya no de comprender, lo que la propia substancia va dando de sí con el atropellado desfile de las horas.

No siempre fue así pero, ahora, tumbado en una banca, desparramado como un capote en el macetero del zaguán una noche cualquiera de lluvia, sigue atrapado en una profunda depresión con aroma de infortunio. Desde que trató de tomar para sí a aquella infame vestal que lo hizo enfrentarse con la realidad de su sórdida existencia, pasa los días arrinconado en ese lugar, casi inerte, en total desánimo y sin la mínima intención de devolver un saludo. Nada de lo que ha hecho en la vida le servirá para vencer en la lid que, por influjo del destino, se siente obligado a librar; nada le es útil para afrontar y salir victorioso en la conquista de lo único que ha deseado con vehemencia a través de los años idos. Jamás se imaginó víctima de ese abatimiento, de esa melancolía galopante, de esa postración ante propios y extraños en los lugares que antes alegraba con su presencia. Cualquier intento de conversación sucumbe ante el pesado ambiente que lo rodea, tan pesado y oscuro como el tufo que acompaña a la muerte. El espacio y el tiempo dejaron de confundirlo hace meses: vive inmerso en sus límites aunque no le significan mucho. Todo le da igual. Su vida ya no tiene sentido; sólo la esperanza de que aquello mejore lo mantiene con vida mientras encuentra alguna mejor actitud que lo ayude a salir de ahí.

Mantenerse vivo hasta que algo suceda; una filosofía puntal, una forma de subsistencia optimista, triunfante. Mantenerse vivo es persistir con la mínima expresión corporal, en una introversión explosiva que rebasa por mucho los límites espaciales que reclama el cuerpo para sí. Se vive hacia el interior porque el ambiente externo es hostil; la voluntad enflaquece y la prudencia se exacerba. Frente a esa situación, lo más sencillo para el juez imprudente es dictar sentencia condenando por cobardía. El fallo está dado y, ahora, ya es muy tarde para resarcir el daño infligido a sus padres, pero es el momento justo para corregir el rumbo de su penosa existencia. Los embates de su conflicto interior se van diluyendo en los sentimientos de comprensión y en la aceptación de las propias culpas, dando paso a una etapa de atrición, de arrepentimiento purificador imperfecto que promete remendar los desgarrones si logra permanecer sometido a su cordial reparo. Y todo por unos tobillos. No son su fetiche: fue lo primero que vio de aquella expresión incólume cuando cruzó ante sus ojos mientras él, humillado en genuflexión, se amarraba las agujetas de los zapatos recién boleados. Desde ese momento se estableció el tenor de la relación. No fueron los tobillos en sí, ni el acento del paso seguro y discreto; no fue el contoneo rítmico del cuerpo, ni la mirada altiva y vanidosa; fue un golpe de atracción discriminante que tenía un destino grabado con nombre y apellido, fue un flujo magnético que a nadie más afectaba; el clavo estaba hincado, anclado, soterrado. Martín Calavera estaba sometido.